viernes, 7 de junio de 2013

El arte de defecar y vender después el abono


Bajan revueltas las aguas por lo que queda de aquella caja que un día decían que era la de aquí y que, después de un sueño de gloria que le llevó a querer ser de todas partes, ya no se sabe siquiera si sigue siendo una caja.

No pueden correr más limpias unas aguas que hace muchos años que son fecales. Casi desde que se quitó el poder a los dueños del dinero para colocar a los amigos y enchufados de sindicatos, partidos políticos, cofradías de ladrilleros y demás inútiles sin conocimientos para administrar la comunidad de vecinos de sus edificios, pero que manejaban millones de otros con esa inconsciencia que da la ignorancia.

Caja España o Banco Ceiss o como diablos se llame ahora el chiringuito que comparte ‘a pachas’ conmigo mi hipoteca, lleva moribundo muchos años y ahora, para ser adoptado por Unicaja necesita soltar lastre. Y ahí no hay diferencia con una empresa cualquiera. Los que van a pagar la mala gestión serán los que menos culpa tienen. A la calle se irán los trabajadores de base, aunque entre tres docenas de ellos cobren lo mismo que alguno de los que ha llevado la nave contra las rocas y que, al final, serán los que sigan en sus cargos como premio a haber arruinado una institución tan arraigada como fue aquella recordada Caja León.

En Caja España se ha dado todo un muestrario de barrabasadas que merecerían un módulo entero en Villahierro. Y no por colocar a la zorra a cuidar a las gallinas, que eso, con alguien al mando con un par de dedos de frente colocados de canto, habría sido lo de menos; ni siquiera por que se haya contratado de nuevo a un directivo muy poco tiempo después de haberlo despedido, con una pingüe indemnización que para sí querrían ésos a quienes ahora pondrán en la calle con cargo a la reforma laboral que tanta prosperidad cuentan que nos va a traer en el futuro.

Si tuvieran conciencia, sobre ella pesaría la ruina de la institución financiera. Como no la tienen sólo cabe esperar que por aquí haya algún juez con la valentía suficiente para levantar las alfombras y sacar de debajo de ellas la mierda que allí se acumula, como ocurre en todos los sitios en los que se domina ese arte tan español de cagar y ser capaz, después, de vender como si fuera abono lo que sólo es mierda.