viernes, 6 de julio de 2012

León, ése lugar en el que nunca pasa nada



Ser mandamás en León es un lujo, el sueño de cualquier político. León es ese lugar en el que nunca pasa nada y si pasa, al que le corresponde evitarlo, le basta con encogerse de hombros y mirar al tendido con la misma fijeza con la que una vaca mira al tren.

León es un lugar idílico para el que tiene la responsabilidad de mandar, una tierra de caciques asentados en sus poltronas porque los que rodean a los mandamases no valen ni para mercachifles de tercera.

León se desangra y aunque la ganadería también va de mal en peor, cada día hay más vacas mirando al tren. Quizás se encierren en la caverna para revivir el mito de Platón y no ver todo lo que está perdiendo esta tierra; para no dejar caer una lágrima por cada empresa que cierra, o por cada decena de trabajadores que cae fulminado en los centenares de ERE que inundan la provincia; o para no ver lo que se cierne sobre esas cuencas mineras que se niegan a perecer tras el candado que echará el cierre a las minas, por mucho que se empeñen en hacer oír sus voces los mineros, sus familiares y hasta el último habitante de las comarcas que subsisten gracias al carbón.

Las minas cerrarán más temprano que tarde. Y entonces tampoco pasará nada. En el recuerdo quedarán los enfrentamientos entre mineros y Guardia Civil, políticos protagonizando gestos populistas de cara a la galería o hablando con la boca pequeña, no sea que se vayan a enfadar quienes les deben seguir surtiendo de la sopa boba que les da de comer.

Cuando León tienda al desierto y sea una tierra de jubilados sin nietos siquiera que pasear porque habrán tenido que emigrar rumbo a cualquier parte, habrá alguien que recordará con nostalgia aquel tiempo en que la minería era el ‘oro negro’ que daba de comer a miles de personas en León; que florecían unos polígonos industriales para entonces llenos de camiones abandonados y hierbajos ganando terreno al asfalto; y hasta que hubo equipos deportivos que, como el Baloncesto León, cayeron bajo el peso de la indiferencia de quienes podían hacer algo más que ver al tren alejarse en el horizonte. Entonces no valdrán los lamentos. Todos habrán perdido. Hasta los políticos. Sin rebaño no harán falta pastores. Será la única buena noticia, pero llegará demasiado tarde.

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